La cocina de Marruecos desprende sensualidad. Gusto, olfato y vista se agudizan ante la sinfonía de colores, sabores y olores que derrocha. Los zocos o mercados son un goce para los sentidos y en cada rincón uno puede deleitarse con los olores de las especias, el pan recién hecho, o la menta fresca que nos ofrecen en manojos los vendedores ambulantes. El plato es primero vista, después olor, tacto cuando se toman con la mano los alimentos, y por fin, sabor, con una explosión de contrastes entre dulce y salado, amargo, picante. La cocina de Marruecos es una invitación a los sentidos.

La cocina marroquí es el reflejo de los pueblos que conforman el país. Así ciertos guisos provienen de los primeros habitantes del lugar –los bereberes– como son el tajine y la sopa harira. De las tribus beduinas del Sahara vienen el uso de cereales, leche y dátiles, y de los árabes el aceite de oliva, las frutas, las almendras y los condimentos.

Las tres influencias principales son la árabe, la turca y la andaluza. Esta última es la que dio todo el refinamiento a la cocina marroquí, toda su sutilidad, la búsqueda de nuevos sabores y la delicadeza de las presentaciones. Los Omeyas sirios dejaron su huella en la pastelería a base de almendras, pistachos y miel. Las dinastías del período andaluz dejaron su impronta en los contrastes entre salado y dulce. En el sur, la huella bereber está presente en los tajines de cordero, la sémola dulce. Mientras que las ciudades como Marrakech y Fes representan el refinamiento de platos entre los que se cuentan el cuscus y la harira de paloma, en las ciudades de la costa se ofrecen distintas variedades de recetas de pescado.

Una buena comida siempre termina con un vaso de té a la menta, que aunque es una costumbre arraigada, sólo remonta al s. XVIII, cuando los ingleses trajeron el té a Marruecos. Antes de esta fecha los marroquíes eran, como sus ancestros de la península arábiga, grandes bebedores de café.

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